«“Hoy os voy a poner por orden de lista”, cuenta R que hizo el docente, “pero en vez de por apellidos, del más listo al más tonto”. R estaba el último en la lista, y desde entonces todo le pareció gris. Nada le dolió ni le dolería después tanto.»

 

Hace unos días, en la consulta, conocí a R. Era uno de los pacientes que tenía esa mañana como primera visita. Según leí en el volante de derivación, “el paciente fue diagnosticado de trastorno de espectro autista en la infancia”. Desde entonces, explicaciones en el colegio, trabas, papeleos,  burocracia, soledad.

 

«“el paciente fue diagnosticado de trastorno de espectro autista en la infancia”. Desde entonces, explicaciones en el colegio, trabas, papeleos,  burocracia, soledad.»

 

 

R acaba de cumplir 20 años. Sus manos y su espalda le hacen parecer un jugador de rugby, pero cuando sonríe es como un Papá Noel recién salido de la adolescencia. Me cuenta que le encantan las pelis de los Vengadores, y mientras hablamos sobre Ironman y Thor me doy cuenta de que sus ojos son del mismo color azul intenso que el traje del Capitán América.  Me cuenta también que por las mañanas se va al campo de su abuelo a varear oliva, y que ya ha aprendido a cuidar los almendros en flor y a averiguar en función de los vientos  cuándo va a cambiar el tiempo.

 

«R acaba de cumplir 20 años. Sus manos y su espalda le hacen parecer un jugador de rugby, pero cuando sonríe es como un Papá Noel recién salido de la adolescencia.»

 

 

La madre, una mujer menuda de expresión amable y profundas ojeras, me cuenta que el año pasado R pidió tener un curso sabático como regalo de  Navidad. Él me explica que lo pasó “muy mal” en el colegio, “aunque la mayoría de profesores me querían mucho, y yo a ellos”, puntualiza. Pero aún tiene tatuado en el cerebro lo que hizo aquel profesor cuando repitió 4º de Primaria. “Hoy os voy a poner por orden de lista”, cuenta R que hizo el docente, “pero en vez de por apellidos, del más listo al más tonto”. R estaba el último en la lista, y desde entonces todo le pareció gris. Nada le dolió ni le dolería después tanto. Ni siquiera cuando sus únicos tres amigos, “frikis como yo”, pasaron al instituto y él se quedó en el cole completamente solo. Ni siquiera cuando al finalizar ese curso e ilusionado porque su paso a Secundaria supondría el reencuentro con sus amigos, llegó al instituto y éstos ya tenían otras vidas en las que él no cabía. Ni siquiera cuando hace unos meses el profesor del módulo de jardinería que cursaba le dijo a su madre que no le iba a adaptar los contenidos, porque total, “esto es tan fácil que se lo saca cualquiera”. Cualquiera menos R, que sólo aprobó dos asignaturas.

 

«“Hoy os voy a poner por orden de lista”, cuenta R que hizo el docente, “pero en vez de por apellidos, del más listo al más tonto”. R estaba el último en la lista, y desde entonces todo le pareció gris. Nada le dolió ni le dolería después tanto.»

 

Miro a R, miro a su madre y entiendo por qué ambos necesitaban ese año sabático lejos de frustraciones  y peleas  infructuosas contra ese sistema  que tantas veces les ha aplastado. Tras unos segundos de silencio, los ojos de R vuelven a sonreír. “¿Tienes hijos?”, me pregunta. Le respondo que sí. “¿Y son frikis como yo?”. Desde luego , le contesto, y yo también lo soy: a mí me encantan los frikis. Sonreímos juntos. Y por un instante saboreamos esa sensación de que todo está bien, aunque no lo esté.

 

Doctora Elena Benítez Cerezo
Médico Psiquiatra – Hospital Universitario Virgen de la Salud (Elda)

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