«La culpa es un sentimiento que nos persigue a todos los padres. Por más que te preocupes, por más que leas, por más métodos que sigas o más que quieras prepararte para ser madre/padre jamás – y digo JAMÁS- te librarás de la sensación de que hay algo, quizá lo único verdaderamente decisivo, que estás haciendo rematadamente mal. ¿Y quién te dice a ti que ese “algo” es lo que va a abocar a tu hijo a la infelicidad y el fracaso más estrepitoso? Tu hijo “saldrá mal”, y será culpa tuya por no haber sabido ser buen padre/madre.»

 

Quedaban pocos días para la fiesta de Halloween del cole y mi hijo me pidió un disfraz de murciélago. “De vampiro no, de murciélago”, me insistía cada día con esa perseverancia que le caracteriza. De modo que una mañana, saliente de una guardia particularmente ajetreada me duché, me tomé el segundo café del día  y arranqué el coche con el firme propósito de encontrar el mejor disfraz de murciélago que hubiera visto la humanidad. No me preocupó no encontrar nada remotamente similar a un murciélago en la primera tienda que visité. Fue un fastidio, aunque tampoco me inquietó especialmente, comprobar que en ninguno de los establecimientos de aquel centro comercial tenían ni disfraces, ni alas, ni siquiera camisetas de murciélago. Camino al segundo centro comercial me asaltó la idea de que quizá no lo encontraría. Que mi hijo no tendría el disfraz que se merecía. Que era todo culpa mía, por mi falta de previsión: si en lugar de ponerme a buscar el disfraz con el tiempo encima hubiera empezado la semana anterior, podría haberlo hecho yo misma. Mientras mi coche sumaba kilómetros, en mi cabeza se construían augurios cada vez más catastróficos de lo que le supondría a mi pequeñuelo no tener el disfraz perfecto. Y todo por mi culpa.

«Quedaban pocos días para la fiesta de Halloween del cole y mi hijo me pidió un disfraz de murciélago. “De vampiro no, de murciélago”, me insistía cada día con esa perseverancia que le caracteriza. De modo que una mañana, saliente de una guardia particularmente ajetreada me duché, me tomé el segundo café del día  y arranqué el coche con el firme propósito de encontrar el mejor disfraz de murciélago que hubiera visto la humanidad.»

 

Recorrí todos los centros comerciales y jugueterías a kilómetros a la redonda: sólo tenían disfraces de vampiro. “De vampiro no, de murciélago”, repetía yo a las dependientas con  una fijación especular a la de mi hijo.  En mi cabeza empezaba a formarse un gran agujero negro que se tragaba mi energía mientras emitía una cantidad de radiación negativa que hasta Hawking se hubiera quedado pasmado: “Desde luego, tú aquí perdiendo el tiempo en lugar de estar haciendo cosas verdaderamente útiles… ¡podrías haber aprovechado para terminar de organizar el papeleo de la discapacidad, o hacer el horario con los pictogramas … pero no, tú toda la mañana buscando disfraces, ¡y ni siquiera eso haces bien!”. Vencida por mi Pepito Grillo del inframundo, entré en un bazar y compré una diadema horrorosa con orejas picudas y una falda de tul negra, que recorté a jirones para simular unas alas. Me sentía inútil y mala madre,  y estaba inmersa en este vórtice de autofustigamiento cuando mi hijo llegó del cole. “¡Uala, qué bonito, mamá!”, exclamó al ver mi engendro de retales. La foto que le hice esa mañana de Halloween “caracterizado” antes de irse al cole es una de mis favoritas: la enorme sonrisa de orgullo que despliega no cabe en el marco.

La culpa es un sentimiento que nos persigue a todos los padres. Por más que te preocupes, por más que leas, por más métodos que sigas o más que quieras prepararte para ser madre/padre jamás – y digo JAMÁS- te librarás de la sensación de que hay algo, quizá lo único verdaderamente decisivo, que estás haciendo rematadamente mal. ¿Y quién te dice a ti que ese “algo” es lo que va a abocar a tu hijo a la infelicidad y el fracaso más estrepitoso? Tu hijo “saldrá mal”, y será culpa tuya por no haber sabido ser buen padre/madre.

Bueno, sobre todo madre. Porque, no nos engañemos, la presión para llegar a todos los quehaceres de la crianza y hacerlos bien (y además tener buen aspecto, hacer deporte, culturizarse, tener aficiones, comer sano, no descuidar tu vida social, no perder comba laboralmente y un largo etcétera…) es infinitamente mayor sobre las mujeres. En el imaginario colectivo, la maternidad sigue siendo esa reliquia sagrada a la que toda mujer aspira, y en función a la cual se cataloga nuestra valía. Hemos recibido durante tanto tiempo esos mensajes, de forma más o menos sutil, que los hemos acabado interiorizando. Como ser “buena madre” es algo tan intangible, no llegar a ese ideal parece equivaler a no cumplir con tu sagrado deber y no ser digna del honor al que has sido llamada.  “Fracasar” como madre es hacerlo como mujer, hasta como persona. “Mala madre”, el peor agravio que nos pueden (o nos podemos) hacer.

La culpa, señoras, está servida. Te sientes culpable por trabajar, te sientes culpable por no trabajar. Por tomarte una hora libre, por no hacerlo. Por dejar autonomía a tu hijo, por sobreprotegerle. Por una cosa y por la contraria. Por todo.

 

«La culpa, señoras, está servida. Te sientes culpable por trabajar, te sientes culpable por no trabajar. Por tomarte una hora libre, por no hacerlo. Por dejar autonomía a tu hijo, por sobreprotegerle. Por una cosa y por la contraria. Por todo.»

 

 

Os suena, ¿verdad? Pues la culpa es otra de las cosas que se elevan a la enésima potencia si vuestro hijo tiene una discapacidad. Por una parte, porque la incertidumbre es absoluta, y sentís que algo tan sensible como el desarrollo cerebral y la evolución de vuestro hijo dependen de vosotros. Y es ahora o nunca, no se puede perder tiempo. Así que de ser “sólo” sus padres os tenéis que convertir en “co-terapeutas”, algo con lo que no contábais, en tiempo récord. Y por más que os esforcéis, os forméis y le busquéis las mejores terapias, nunca sabréis si lo estáis haciendo suficientemente bien, porque nunca veréis cuál hubiera sido la evolución de vuestro hijo si lo hubiérais hecho de otro modo.

Pero además las dificultades de vuestro hijo suponen un “extra” de trabajo: tanto en las actividades básicas de la vida cotidiana (comunicación, comida, aseo, higiene…) como en aspectos más específicos (cuidados médicos, terapias, apoyos educativos…) un hijo con discapacidad necesita un enorme extra de dedicación desde que se levanta hasta que se acuesta. ¿Y de dónde sacamos el tiempo y las energías para aportar ese extra? Pues del mismo sitio que el resto de los padres, con la diferencia de que en nuestro caso hay que sacar más. Eso implica que con elevadísima frecuencia los padres de niños con necesidades especiales deben renunciar a su desarrollo personal y laboral para poder sacar adelante a sus hijos. ¿Y quiénes asumen más  carga de cuidado familiar en España? Bingo, las mujeres.

Cuando una mujer se ve obligada a renunciar (totalmente o en parte) a su carrera para atender a su hijo con discapacidad, en su entorno suelen producirse con frecuencia dos reacciones.

La primera, que normalmente surge desde la empatía, es la idealización, el “yo no podría hacer lo que estás haciendo tú”. Renunciar al trabajo es una decisión difícil, tomada normalmente cuando hay pocas alternativas (o ninguna) y que suele tener enormes repercusiones en el desarrollo personal y la economía familiar. Pero desde fuera suele verse como una muestra de la abnegación y el sacrificio que otorgan el ascenso social de madre a supermadre. La realidad es que sólo somos personas normales que se enfrentan a lo que la vida les va poniendo delante con las renuncias que ello conlleva, igual que haría cualquiera en nuestro lugar. No tenemos vocación de superheroínas y darnos ese calificativo, aún con la mejor de las intenciones, nos supone una presión extra por tener que cumplir unas expectativas inalcanzables.

La segunda reacción es la del desprecio, más o menos velado, de quienes ven en este tipo de situaciones una ventaja o un privilegio –por ejemplo, quejándose de lo poco que trabaja esa madre que se ha visto obligada a renunciar a la mitad de su jornada laboral por la discapacidad de su hijo. En estos casos, yo siempre recuerdo estas palabras de Elizabeth Peratrovich, activista por los derechos de los nativos de Alaska: “Pedirte que me des igualdad de derechos es admitir que los derechos los otorgas tú. En cambio, debo pedirte que dejes de negarme los derechos que toda persona merece”. Además, a menudo quienes tienen este tipo de actitudes tan poco empáticas no están interesados en conocer otra realidad que no sea la suya, lo cual les hace impermeables a las explicaciones y los intentos de pedagogía. En otras palabras, que no es nada personal: son sólo vampiros energéticos.

Hablando de vampiros, que pierdo el hilo. Decíamos al principio que “vampiros no, murciélagos”. Hace tiempo vi en un documental que las hembras de murciélago se agrupan en la época de reproducción y cría siguiendo el linaje matrilineal, es decir, que es la rama materna de la familia la que condiciona qué hembras se agrupan con cuáles. Una vez formado un grupo éste es estable, permaneciendo unidas en el mismo nido durante muchos meses. Cada madre cuida a sus crías, pero también se dan calor y alimento las unas a las otras, protegen como grupo a los murcielaguitos que crecen y van explorando fuera del nido y si momentáneamente una hembra no puede ocuparse de sus crías, se hacen cargo entre las demás. Las murciélagas –si se me permite la patada al diccionario- conocen el significado del comadreo y la sororidad.

 

«Hace tiempo vi en un documental que las hembras de murciélago se agrupan en la época de reproducción y cría siguiendo el linaje matrilineal, es decir, que es la rama materna de la familia la que condiciona qué hembras se agrupan con cuáles. Una vez formado un grupo éste es estable, permaneciendo unidas en el mismo nido durante muchos meses. Cada madre cuida a sus crías, pero también se dan calor y alimento las unas a las otras, protegen como grupo a los murcielaguitos que crecen y van explorando fuera del nido y si momentáneamente una hembra no puede ocuparse de sus crías, se hacen cargo entre las demás. Las murciélagas –si se me permite la patada al diccionario- conocen el significado del comadreo y la sororidad.»

 

Feliz semana a todos, pero sobre todo a mis comadres murciélagas y a nuestros murcielaguitos.

 

Doctora Elena Benítez Cerezo
Médico Psiquiatra – Hospital Universitario Virgen de la Salud (Elda)

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