«¿Qué pasa si la enfermedad rara de tu hijo es tan rara que es única?, ¿qué pasa si no tiene ni nombre?, ¿Qué pasa si el diagnóstico de tu hijo es algo así como “translocación/deleción/mutación de significado incierto probablemente patogénico de…” y a continuación una serie de números y letras que te suenan a un idioma alienígena?, ¿qué pasa si las pruebas que deben diagnosticar a tu hijo incluyen la palabra “incierto” y no hay lugar en el mundo donde buscar esa certeza?, ¿qué pasa si a tu hijo, como al mío, le diagnostican una alteración genética que previamente no se ha descrito?»

 

Una de las cosas a las que más tiempo dedicamos mientras esperamos un hijo es a elegir el nombre.  Hacemos listas, consultamos la etimología o el significado de los nombres que más nos gustan, nuestros familiares o amigos opinan al respecto. Podemos preferir un nombre original “para que destaque”, o perpetuar una tradición familiar (“Se llamará X como su padre, como su abuelo y como X se llamaron hasta 7 generaciones de esta familia”). La elección del nombre no es cuestión baladí: sabemos que, en cierto modo, mediante el nombre otorgamos a nuestro hijo parte de su identidad. El nombre será su carta de presentación ante el mundo, lo primero que sitúe a nuestro hijo en su entorno. El nombre dice mucho de nuestro origen, nuestra idiosincrasia, nuestra historia familiar y nuestro contexto sociocultural, incluyendo –por inverosímil que parezca- el entretenimiento que consumimos: a las 136 Daenerys de unos 2 añitos de edad que según el INE hay en España algún día sus padres tendrán que explicarles que hubo una serie de televisión muy épica que les marcó; como a principios de los 2000 lo debió hacer aquel programa musical con  las 262 familias que decidieron llamar a sus hijas Chenoa.

 

«Una de las cosas a las que más tiempo dedicamos mientras esperamos un hijo es a elegir el nombre.  Hacemos listas, consultamos la etimología o el significado de los nombres que más nos gustan, nuestros familiares o amigos opinan al respecto. Podemos preferir un nombre original “para que destaque”, o perpetuar una tradición familiar (“Se llamará X como su padre, como su abuelo y como X se llamaron hasta 7 generaciones de esta familia”). La elección del nombre no es cuestión baladí: sabemos que, en cierto modo, mediante el nombre otorgamos a nuestro hijo parte de su identidad. El nombre será su carta de presentación ante el mundo, lo primero que sitúe a nuestro hijo en su entorno.»

 

En función del nombre que elegimos depositamos, inconscientemente, unas expectativas sobre nuestro hijo. Nos imaginamos un estilo, una forma de comportarse, una actitud, incluso un físico. De ahí que evitemos elegir para nuestro hijo el nombre de alguien que nos cae mal, aunque sea un personaje famoso a quien no conocemos en realidad. El nombre será importante no sólo para nuestro hijo, sino para que nosotros aprendamos a relacionarnos con él, a conocerle, a darle un sentido de pertenencia.

Ahora imagínate que nace tu bebé y no tiene nombre. En los meses de espera los futuros papás no habéis sido capaces de decidir qué nombre os gusta, de modo que habéis decidido esperar “a verle la carita”. Pero cuando le veis seguís sin saberlo.  Vuestros familiares y amigos se encogen de hombros: ninguno  tiene claro si ese bebé tiene cara de Francisco, de Braulio o de Thor. El funcionario del registro civil nunca vio nada similar, de modo que decide inscribirle sólo con los apellidos, para tener una idea aproximada de a qué familia pertenece; pero la casilla del nombre queda desierta. Ese bebé crecerá y no sabrá cómo presentarse, de modo que los demás no sabrán cómo llamarle, cómo tratarle o qué esperar de él, ese niño sin nombre. 

Llamamos “enfermedades raras” a aquéllas cuya frecuencia en la población es menor de 5 casos por cada 10000 habitantes. Hay unas 7000 enfermedades raras descritas, la inmensa mayoría de ellas de causa genética. Casi la mitad tienen manifestaciones neurológicas, o mejor dicho, afectan al neurodesarrollo; ya que la mitad de los afectados por enfermedades raras son niños en los que los primeros síntomas aparecen antes de los 2 años. Igual que un nombre se lleva desde el nacimiento y es para toda la vida, una enfermedad rara también: el 85% de ellas son crónicas.

Aproximadamente en la mitad de las enfermedades raras se han identificado los genes responsables. Es decir, que en el otro 50% es muy difícil diagnosticar y más difícil todavía buscar tratamientos. A esto se añade que el diagnóstico genético es relativamente reciente y en algunos lugares y casos prácticamente inaccesible, de modo que muchos niños se quedarán sin diagnosticar y sus casos no ingresarán en bases de datos genéticas (que son esenciales para identificar síndromes y definir enfermedades).

«Aproximadamente en la mitad de las enfermedades raras se han identificado los genes responsables. Es decir, que en el otro 50% es muy difícil diagnosticar y más difícil todavía buscar tratamientos. A esto se añade que el diagnóstico genético es relativamente reciente y en algunos lugares y casos prácticamente inaccesible, de modo que muchos niños se quedarán sin diagnosticar y sus casos no ingresarán en bases de datos genéticas (que son esenciales para identificar síndromes y definir enfermedades).»

 

Pero yo vengo hoy aquí a hacer un triple salto mortal con pirueta: ¿Qué pasa si la enfermedad rara de tu hijo es tan rara que es única?, ¿qué pasa si no tiene ni nombre?, ¿Qué pasa si el diagnóstico de tu hijo es algo así como “translocación/deleción/mutación de significado incierto probablemente patogénico de…” y a continuación una serie de números y letras que te suenan a un idioma alienígena?, ¿qué pasa si las pruebas que deben diagnosticar a tu hijo incluyen la palabra “incierto” y no hay lugar en el mundo donde buscar esa certeza?, ¿qué pasa si a tu hijo, como al mío, le diagnostican una alteración genética que previamente no se ha descrito?

Cada año se diagnostican 250 enfermedades raras nuevas. De ellas, una inmensa mayoría no tienen nombre. Y no tener nombre, decíamos, no es cuestión baladí. Porque igual que un nombre nos guía y proporciona un entorno, en las enfermedades “con nombre” es fácil encontrar otros casos, asociaciones de pacientes y familiares, médicos especializados. Y enfatizo en las asociaciones porque creo que la ayuda mutua y los grupos de iguales tienen una importancia clave en el proceso psicológico y social que pasa una familia con un caso de estas características. “Los sin nombre”, los raros entre los raros, tenemos muy difícil encontrarnos entre nosotros. De igual modo que es muy difícil llamar a alguien que no tiene nombre, para la ciencia –a la que tanto necesitamos – también le resulta más difícil encontrarnos. Y eso redunda en que nuestros hijos, los sin nombre, y sus familias estamos abocados a nadar de por vida en la incertidumbre.  Porque nadie sabe decir qué pronóstico tiene algo que por no tener, ni siquiera tiene nombre.

 

«El día 28 de febrero se conmemora el Día Internacional de las Enfermedades Raras. Ese día reivindicamos que sin fondos para investigación, sin una inversión en sanidad que permita acceso a pruebas genéticas para TODOS los niños en los que se detecte algún problema en el neurodesarrollo, sin la creación de unas buenas bases de datos genéticas en todos los países; seguirá habiendo muchísimos niños cuyas enfermedades no tendrán ni nombre, ni pronóstico ni tratamiento. Por eso yo propongo que prolonguemos la efeméride un día más, hasta el 29 de febrero de cada año. Sí, ya sé lo que estáis pensando, que febrero sólo tiene 29 días cada 4 años. Pero no se me ocurre mejor metáfora para reivindicar que existen muchas enfermedades que no tienen nombre, que hacerlo en un día que no existe.»

El día 28 de febrero se conmemora el Día Internacional de las Enfermedades Raras. Ese día reivindicamos que sin fondos para investigación, sin una inversión en sanidad que permita acceso a pruebas genéticas para TODOS los niños en los que se detecte algún problema en el neurodesarrollo, sin la creación de unas buenas bases de datos genéticas en todos los países; seguirá habiendo muchísimos niños cuyas enfermedades no tendrán ni nombre, ni pronóstico ni tratamiento. Por eso yo propongo que prolonguemos la efeméride un día más, hasta el 29 de febrero de cada año. Sí, ya sé lo que estáis pensando, que febrero sólo tiene 29 días cada 4 años. Pero no se me ocurre mejor metáfora para reivindicar que existen muchas enfermedades que no tienen nombre, que hacerlo en un día que no existe.

 

Doctora Elena Benítez Cerezo
Médico Psiquiatra – Hospital Universitario Virgen de la Salud (Elda)

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