«Y me pregunto si el que mi hijo pase solo los recreos en el patio de su cole inclusivo es de izquierdas o de derechas. Si el hecho de que haya retrocedido en competencias en sólo 2 meses de curso es de izquierdas o de derechas.  Si el que un profesor absolutamente extraordinario se vea abocado al agotamiento y la frustración por no poder prestar una atención individualizada a cada niño –más aún si tiene varios con necesidades especiales-  en un aula de 25 es de izquierdas o de derechas. ¿De verdad quienes utilizamos sin miramientos a nuestros hijos con discapacidad para fines ideológicos somos los padres?»

 

La vida te abofetea en la cara con tu propio guante algunas veces. Bueno, en mi caso eso sucede con cierta frecuencia (es lo que tiene ir lanzando guantes a diestro y siniestro). El caso es que en el último post hablaba acerca de la conveniencia de seleccionar las batallas y mira tú por dónde, estas últimas semanas me ha costado poner en práctica mi propio consejo.

He tenido unas semanas difíciles en varios ámbitos. En el trabajo, mi equipo y yo hemos tenido que hacer frente a algunas situaciones particularmente complicadas que nos han dejado exhaustas emocionalmente. En casa, el aislamiento social que nos hemos autoimpuesto en los últimos meses por la pandemia está comenzando a suponer un desafío: mi Grinch interior ha comenzado a asfixiar a ese lado de frívola socialité que tanto oxígeno me daba cuando aparecía de vez en cuando. Echo de menos a mis padres. Echo de menos también  a mis amigas y me mata estar perdiéndome el crecimiento de sus hijos a quienes siento como mis sobrinos.

Pero ha sucedido algo mucho más difícil. Mi hijo está solo en el recreo. Aunque no es esa la novedad: a él siempre le ha gustado mirar cómo juegan sus amigos, desde lejos, bien pegadito a su seño o profe. Hasta ahora él siempre había sido feliz así, o eso parecía: quién sabe qué hay dentro de esa pequeña cabecita tan poco proclive a transformar las vivencias en palabras. Qué habrá tenido que suceder para que hace unos días, un sábado por la tarde cualquiera, lo haya soltado como una bomba: “ningún amigo juega conmigo”. Trato de respirar hondo, pero siento de repente como si me hubieran puesto un corsé de acero. De pronto todo encaja: el almuerzo, que vuelve a casa cada día sin que le falte un solo bocado.  Sus silencios. Sus nuevos miedos.  Cuando intento que me cuente más su cabeza ya está en otros mundos, quizá en una luna de Saturno.

 

«Pero ha sucedido algo mucho más difícil. Mi hijo está solo en el recreo. Aunque no es esa la novedad: a él siempre le ha gustado mirar cómo juegan sus amigos, desde lejos, bien pegadito a su seño o profe. Hasta ahora él siempre había sido feliz así, o eso parecía: quién sabe qué hay dentro de esa pequeña cabecita tan poco proclive a transformar las vivencias en palabras. Qué habrá tenido que suceder para que hace unos días, un sábado por la tarde cualquiera, lo haya soltado como una bomba: “ningún amigo juega conmigo”. Trato de respirar hondo, pero siento de repente como si me hubieran puesto un corsé de acero. De pronto todo encaja: el almuerzo, que vuelve a casa cada día sin que le falte un solo bocado.  Sus silencios. Sus nuevos miedos.  Cuando intento que me cuente más su cabeza ya está en otros mundos, quizá en una luna de Saturno.»

La noche, justo antes de dormir, es el momento del día en el que suele estar más locuaz. Vuelvo a intentarlo en ese momento, y obtengo la misma frase.

– Bueno – le contesto – tú tienes una gran imaginación, seguro que también puedes pasártelo genial en el recreo jugando solo.

– ¡Claro, mamá! – exclama, con los ojos muy abiertos y su enorme sonrisota ahora mellada – ¡Me imaginaré que tengo un amigo y así nunca más estaré triste!

Me quiero morir. Me golpea la certeza de que, en un cole ordinario, eso nunca va a cambiar. A pesar de que tenemos aparentemente todo a favor: un profesor verdaderamente extraordinario, que en apenas dos meses conoce a nuestro hijo como la palma de su mano, que busca un tiempo que no tiene para sentarse un ratito con él en esos recreos solitarios a hablar sobre el universo, que juega con él a impedir que el monstruo de la tartera se coma el bocadillo para tratar de que almuerce algo, que se rompe la cabeza pensando en  juegos de grupo que puedan gustarle a él, a nuestro niño del espacio exterior. Igualmente extraordinarias son las familias de los niños de la clase, que sólo han tenido gestos de simpatía y cariño hacia mi hijo desde el momento en que les dijimos que era diferente.

Pero mi hijo está en 2º de Primaria. Apliquemos la lógica de un niño de 7 años: si voy a preguntarle a otro que si quiere jugar y no me contesta, quizá –sólo quizá- vuelva a preguntarle al día siguiente. Pero si sigue sin contestar, o acepta pero no sigue el ritmo de nuestro juego, o actúa raro, o no aporta nada en nuestras conversaciones, más pronto que tarde dejaremos de contar con él. Al fin y al cabo son niños, no miembros del Cuerpo Diplomático.

Pienso en mi 2º de Primaria.  Aquel cumpleaños en el Parque de Atracciones con Bárbara y Rafa. La foto de carnavales con Bea disfrazada de Pippi Calzaslargas y yo de diablo. Los veranos en la piscina con la colchoneta gigante de Lucía. Y me rompe el corazón pensar que mi hijo nunca tendrá eso, que probablemente su único amigo será su hermano, que no encontrará en su cole un igual con el que crecer.

Mientras me abstraigo en estos pensamientos, mi hijo se ha quedado dormido. Quiero llorar, pero no puedo. Mi marido me pregunta que si quiero hablar sobre ello, pero le digo que no. Creo que sólo necesito dejar de pensar, así que me dispongo a alienarme con contenido absurdo e intrascendente en las redes sociales.

 

«Mientras me abstraigo en estos pensamientos, mi hijo se ha quedado dormido. Quiero llorar, pero no puedo. Mi marido me pregunta que si quiero hablar sobre ello, pero le digo que no. Creo que sólo necesito dejar de pensar, así que me dispongo a alienarme con contenido absurdo e intrascendente en las redes sociales.»

 

Pero Twitter acaba con mis aspiraciones de frivolidad, porque han aprobado la LOMLOE y resulta que numerosas familias de niños con necesidades educativas especiales están  ejerciendo su legítimo derecho a discrepar. Entre ellas, las de algunos famosos. Ante lo cual hordas de eruditos analistas tuiteros, incapaces de tolerar semejante ignominia,  se disponen a explicar a las masas en qué consiste la famosa Ley Celáa.  Como hoy ya estoy entregada al masoquismo, me meto en uno de esos hilos,  retuiteado varios miles de veces. Que si quienes nos oponemos a escolarizar a cada vez más niños con necesidades especiales en coles ordinarios somos unos indocumentados. Que si no nos hemos leído ni esta ley ni ninguna otra. Que si utilizamos a nuestros hijos (¡ojo al parche!) como argumento contra el gobierno porque somos de derechas. Echo un vistazo al perfil del tuitero en cuestión: tendrá unos veintitantos años, trabaja en un sector del ocio sin relación con el ámbito educativo y no parece que tenga hijos. Pero miles de personas comparten sus opiniones a través de sus perfiles. Me acuerdo entonces de una entrevista a Elvira Lindo en la que expresaba un desconcierto –que comparto- respecto a quienes se definen como activistas cuando en realidad sólo tuitean desde la comodidad de su sofá y el anonimato de su alias. Y de pronto me siento, al filo de los 40 años, muy anacrónica, muy desubicada, muy cansada.

Y me pregunto si el que mi hijo pase solo los recreos en el patio de su cole inclusivo es de izquierdas o de derechas. Si el hecho de que haya retrocedido en competencias en sólo 2 meses de curso es de izquierdas o de derechas.  Si el que un profesor absolutamente extraordinario se vea abocado al agotamiento y la frustración por no poder prestar una atención individualizada a cada niño –más aún si tiene varios con necesidades especiales-  en un aula de 25 es de izquierdas o de derechas. ¿De verdad quienes utilizamos sin miramientos a nuestros hijos con discapacidad para fines ideológicos somos los padres?

 

«Y me pregunto si el que mi hijo pase solo los recreos en el patio de su cole inclusivo es de izquierdas o de derechas. Si el hecho de que haya retrocedido en competencias en sólo 2 meses de curso es de izquierdas o de derechas.  Si el que un profesor absolutamente extraordinario se vea abocado al agotamiento y la frustración por no poder prestar una atención individualizada a cada niño –más aún si tiene varios con necesidades especiales-  en un aula de 25 es de izquierdas o de derechas. ¿De verdad quienes utilizamos sin miramientos a nuestros hijos con discapacidad para fines ideológicos somos los padres?»

Justo cuando voy a cerrar Twitter, leo a otro veinteañero definir la inclusión educativa en la Comunidad Valenciana (donde nosotros vivimos) como “un éxito” (sic) ya que –según sus fuentes-  aquí en los coles ordinarios “cada niño con discapacidad tiene un asistente personal que está con él en el aula y el recreo, durante toda la jornada escolar”. Me abstengo de solicitarle que, si es tan amable, localice al niño que tenga dos asistentes personales, que igual el de mi hijo se ha despistado.

Lo mejor que puedo hacer en este punto, por el bien de estos esmerados tuiteros y por el mío propio, es irme a la cama. Por hoy sólo les pediré lo mismo que dejó mi Marx favorito, Groucho, grabado en su lápida: que me disculpen si no me levanto (mientras ustedes tuitean).

Buenas noches.

 

Doctora Elena Benítez Cerezo
Médico Psiquiatra – Hospital Universitario Virgen de la Salud (Elda)

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