«…me di cuenta de que no hablar de ello era como tratar de esconder un elefante tapándolo con una sábana.»

 

Me llamo Elena, soy psiquiatra y se da la paradoja de que tengo un hijo con un trastorno del neurodesarrollo. Es la primera vez que digo esto así, abierta en canal para quien lo quiera oír. Para mí es un poco como salir del armario. 

Al inicio de todo este proceso yo era muy reservada respecto a la condición de mi hijo.
Recuerdo una conversación con un conocido, cuyo hijo también tiene un problema similar, en la que él me decía que había decidido no contárselo a nadie porque a su hijo «no se le notaba» y no quería que fuera discriminado.
Aunque no entendí muy bien cómo se hace para que algunas cosas no se noten, sí comprendí que él estaba protegiendo a su hijo del mismo modo que yo intentaba proteger al mío. Pero esa conversación me hizo reflexionar: me di cuenta de que no hablar de ello era como tratar de esconder un elefante tapándolo con una sábana. 

El mundo al que va a salir mi hijo es cruel, lo es para cualquiera, pero más aún para personas tan inermes como él. Y como yo no puedo cambiar el mundo, ni tampoco impedir a mi hijo que salga a él, tampoco podré evitar que sufra. Por eso, pensé que lo mejor que yo podía hacer para que mi hijo iniciara su andadura en la vida es transmitirle que no tiene nada que ocultar, que no tiene de qué avergonzarse. Que pase lo que pase y escuche lo que escuche, él es único, perfecto en su imperfección como todos lo somos en las nuestras.

Ningún ser humano debería crecer pensando en que no es suficiente, pensando que para lograr el respeto de los demás o para tener los derechos que le corresponden como ciudadano tiene que ocultar algo de sí mismo o pretender ser algo que nunca será.
Mi hijo es diferente, es obvio. Se nota. Cuanto más crece más patente se hace. Es diferente porque no alcanza el nivel de los niños de su clase, no hace las fichas como ellos ni se desenvuelve como ellos. Es diferente porque necesita ayuda para tareas básicas que ya debería saber hacer solo, porque no es capaz de escribir su nombre ni diferencia las mayúsculas de las minúsculas. Pero también es diferente porque es capaz de ver como ningún otro niño (o adulto) que yo conozca una belleza asombrosa en una piedra o una hoja seca y transmitirte ese asombro con un entusiasmo que no he visto en nadie más. Es diferente porque se inventa las mejores historias. Es diferente porque es puro amor y da un amor verdadero, que no es capaz de impostar. Es diferente porque tiene algo -y no lo digo por ser su madre- que hace que todo el que le conoce se enamore instantáneamente de él.

 

«Ningún ser humano debería crecer pensando en que no es suficiente, pensando que para lograr el respeto de los demás o para tener los derechos que le corresponden como ciudadano tiene que ocultar algo de sí mismo o pretender ser algo que nunca será.»

 

He decidido contarle a todo el que me quiera escuchar que mi hijo es diferente porque estoy orgullosa de él, pero sobre todo porque le estoy muy agradecida. Soy la persona que soy ahora gracias a que él me ha transformado. Porque me he enfrentado a situaciones que jamás pensé que aguantaría, y aquí estoy. Porque he mandado al cuerno la vergüenza cuando he tenido que dar la cara reclamando los derechos de mi hijo. Pero sobre todo, le estoy agradecida a mi hijo porque gracias a él tampoco yo me oculto más: soy como soy, no como los demás quieren que sea. Y resulta que me he dado cuenta de que soy bastante guerrera.

Como médica especialista en psiquiatría, he estado en ambos lados de la mesa de la consulta. He recibido las noticias que a veces yo también doy: «No estamos seguros… significado incierto… no sabemos cómo puede evolucionar…». Y también he tenido que aprender a «quitarme la bata», a mirar a mi hijo a los ojos y esforzarme en ser sólo madre. En redescubrir todos los días al niño que hay detrás de tanto síntoma, prueba médica, consulta, informe, evaluación, etiqueta. He pasado por lo bueno y por lo malo y he aprendido que justo cuando piensas que no puede doler más, viene algo que te retuerce por dentro como nunca antes habías sentido.

 

He conocido el miedo.

 

He pensado que esto es muy duro para mí unas mil veces, y otras tantas me he sentido mala madre simplemente por pensarlo. He tenido esa sensación, como me dijo una de mis pacientes -madre de otro niño diferente- de estar al otro lado de una ventana por donde está pasando tu vida, mirándola desde la distancia.
Pero también he aprendido que cuando piensas que de esta no te podrás levantar lo haces, abres esa ventana y sin saber cómo, das los buenos días a la vida y echas otra vez a caminar con (y por) tu hijo. Y menudo camino, este: es bien escarpado, pero ves la belleza desde una perspectiva que otros no pueden ni imaginar.
Esta paciente me dijo una frase que jamás olvidaré: «No soy fuerte como un roble, pero soy bambú. La vida me golpea y me dobla, a veces me rompe; pero como el bambú siempre vuelvo a crecer, incluso cuando hasta a mí misma me parece imposible “.

 

«He pensado que esto es muy duro para mí unas mil veces, y otras tantas me he sentido mala madre simplemente por pensarlo. He tenido esa sensación, como me dijo una de mis pacientes -madre de otro niño diferente- de estar al otro lado de una ventana por donde está pasando tu vida, mirándola desde la distancia.»

 

Y por eso, si tienes un hijo como el mío, quiero decirte algo: somos bambú, somos guerreros. Y el mundo está lleno de gente buena que quiere ayudarnos a luchar. No sé cómo nos irá, pero sí sé que sólo conocemos una una manera de vivir, que es peleando, y en eso somos buenos, muy buenos.

Así que, adelante.

Seguimos.

 

Doctora Elena Benítez Cerezo
Médico Psiquiatra – Hospital Universitario Virgen de la Salud (Elda)

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