«… sólo desde la aceptación de nuestro hijo en la amplitud de sus circunstancias podemos empezar a trabajar con él para ayudarle a desarrollar todo su potencial…»

 

Hay películas que, directamente, te cambian la vida. Muy al inicio, justo tras conocer el diagnóstico genético de mi hijo, vi “La historia de Jan”. Se trata del viaje emocional de unos padres, Bernardo Moll y Mònica Vic (guionista-director de cine y actriz respectivamente), desde que su hijo Jan es diagnosticado de Síndrome de Down con pocas semanas hasta que tiene cinco años. Con el hilo conductor del blog que empezaron estos padres, las horas de grabación a su pequeño pronto se convirtieron en un poderoso relato audiovisual. En una película hermosísima, dura y necesaria. En una lección magistral de amor, resiliencia y visibilización que ilustra a la perfección todo el proceso emocional que solemos pasar los padres de niños con trastornos de neurodesarrollo. Al finalizar la película, no quería salir del cine. Había ido a verla sola –necesitaba verla sola- y conduje de vuelta a casa llorando, con una extraña mezcla de sobrecogimiento, dolor, rabia y esperanza. Al llegar escribí a Bernardo por Facebook para agradecerles a él y a Mònica lo que, sin saberlo, habían hecho por nosotros. Y en ese instante fue cuando comprendí que me tocaba a mí, a nosotros, recorrer ese camino.

Y es que cuando nace un hijo, al que hemos deseado, hemos buscado, y nos enteramos de que hay un problema de neurodesarrollo, nos sentimos de pronto – como diría Benedetti- prisioneros de una circunstancia que no buscamos, sino que nos buscó. Esta circunstancia exige un reajuste en la familia. Pero por más que nos apoyemos unos a otros y hagamos esto juntos, no debemos perder de vista que cada uno de nosotros -a nivel individual- va a hacer su propio proceso emocional. Un proceso que va a remover nuestras inseguridades personales. Si sabemos aprovecharlo, será una oportunidad de crecimiento emocional.

 

«Pero por más que nos apoyemos unos a otros y hagamos esto juntos, no debemos perder de vista que cada uno de nosotros -a nivel individual- va a hacer su propio proceso emocional. Un proceso que va a remover nuestras inseguridades personales. Si sabemos aprovecharlo, será una oportunidad de crecimiento emocional.»

 

EL PROCESO DE ADAPTACIÓN

A menudo oímos hablar de “fases” o “etapas” del duelo, y pudiera parecer que son una serie de estaciones que pasan a través de nosotros sin que podamos hacer nada al respecto. Y muy al contrario, todo proceso emocional es proactivo, ya que es un aprendizaje, y como tal exige un esfuerzo por nuestra parte. Además es dinámico, esto significa que no vamos a ir “pasando de una fase a otra” de forma lineal, sino que –como buen aprendizaje- es contínuo: en las diferentes etapas en la vida de nuestros hijos nos tendremos que adaptar a nuevos desafíos, es decir, que vamos a volver a emociones que ya habíamos experimentado previamente. Además, no hay una “forma correcta” que invalide a las demás: cada proceso es tan único y singular como la persona que lo realiza.

Aclarado esto, en términos generales, hablamos de cuatro fases: alarma, resistencia, agotamiento y afrontamiento.

  • FASE DE ALARMA: Es la reacción a los momentos iniciales tras el diagnóstico. Nos sentimos desconcertados, ya que (parafraseando de nuevo a Benedetti) “cuando teníamos todas las respuestas, cambiaron todas las preguntas”. Nuestro hijo, de pronto bajo esta nueva etiqueta, puede parecernos un extraño. O puede que sintamos que la situación nos sobrepasa y que no sabremos ser buenos padres para él. Esta enorme incertidumbre suele generar una reacción de ansiedad, ante la cual nuestro cerebro tratará de “protegerse” mediante diversos mecanismos.  A veces tendemos a negarlo o minimizarlo (“No le pasa nada, cada niño lleva su ritmo, el médico se ha equivocado…”). Este es el momento en el que tratamos de buscar explicaciones alternativas a esa realidad tan dura, es el momento de las segundas opiniones. Y aunque solemos buscarlas en profesionales cualificados, debemos tener cuidado de no caer en pseudoterapias que nos dicen lo que queremos oír haciendo perder un tiempo precioso a nuestros hijos.

 

  • FASE DE RESISTENCIA: Poco a poco vamos madurando la idea de que el problema de nuestro hijo no es pasajero, pero tampoco podemos asumir que será una condición duradera. Entramos entonces en lo que en el proceso de duelo se llama la “negociación” (“si yo lo doy todo por mi hijo, todo se arreglará”). Nos queremos convertir en “supermamás” y “superpapás”, el neurodesarrollo pasa a convertirse en el centro de la familia y le dedicamos todo nuestro tiempo y energías. Nos entregamos enteramente al rol de “papás de un niño diferente” diluyéndose así nuestras identidades previas.Sin duda, la implicación de las familias es clave en el desarrollo de nuestros hijos. Pero convencernos de que “curar” a nuestros hijos sólo depende de nuestra fuerza de voluntad es lo que llamamos falacia de omnipotencia y da lugar a frustración, sentimientos de culpa o incluso reacciones depresivas.

 

«… convencernos de que “curar” a nuestros hijos sólo depende de nuestra fuerza de voluntad es lo que llamamos falacia de omnipotencia y da lugar a frustración, sentimientos de culpa o incluso reacciones depresivas.»

 

 

 

  • FASE DE AGOTAMIENTO: En algún momento nos golpea, como una bofetada, la realidad de que el problema está aquí para quedarse. Que nuestro hijo nunca será “un niño normal”, ni nuestra maternidad/paternidad será tal como la esperábamos. En este punto debemos hacer el duelo de ese “hijo ideal que no tuvimos”. Este es un proceso duro pero imprescindible, ya que estancarnos en esta fase puede ser perjudicial para toda la familia.

    En esta fase tendemos a aislarnos:
    evitamos –por ejemplo- reunirnos con amigos que tengan hijos de la edad del nuestro para no enfrentarnos a las dolorosas y odiosas comparaciones, a la realidad de que nuestro hijo es diferente a los suyos. Por el mismo motivo, la condición de nuestro hijo se queda como un “secreto a voces” dentro de nuestro entorno más cercano, un “tabú” del que nadie habla porque nos resulta doloroso dar explicaciones. Nuestro “círculo de confianza” se hace cada vez más pequeño y las relaciones familiares se hacen más densas, mutuamente dependientes.De este modo nos quedamos cada vez más “encorsetados” en nuestros respectivos roles (de esto ya hablamos en el post “Mi hijo es diferente y mi marido no lo acepta”). Hay una menor multiplicidad, es decir, que nos cuesta salir de estos roles tan rígidos: esto lo vemos por ejemplo en hermanos adolescentes, que no desarrollan este doble rol de “hermano y amigo” porque han asumido desde pequeños que tienen que “cuidar” a su hermano y porque comparten menos espacios autónomos fuera de la vista de mamá y papá.

    Si nos estancamos en estas dinámicas, se genera una interdependencia: por una parte,  como siempre estaremos detrás de nuestro hijo “haciéndole la cobertura” nos necesitará cada vez más, pero reivindicará a la vez su independencia, que nosotros le negaremos porque nunca le veremos suficientemente preparado. De este modo, sin pretenderlo, impediremos que nuestro hijo desarrolle la autonomía que tanto deseamos para él. Y por otra parte, nosotros alternaremos entre sentimientos de frustración (por habernos dedicado enteramente al cuidado de nuestro hijo) y de vacío (ya que fuera del rol de cuidadores, al habernos olvidado de nosotros mismos, sentiremos que “no somos nada”): en ese sentido, también nosotros habremos creado una dependencia de nuestro hijo. Este “ni contigo ni sin ti” es lo que se llama ambivalencia, y si se mantiene es muy perjudicial, especialmente cuando nuestros hijos se acercan a la edad adulta.

    Un buen ejemplo de estas dinámicas familiares lo vemos en la serie “Atípico”, a la que dedicamos un capítulo del podcast sobre series y salud mental “Nadie al Volante”:

    https://nadiealvolante.redpicudo.com/atipico-y-los-trastornos-del-espectro-autista/

 

  • FASE DE AFRONTAMIENTO: Es el fruto de todo el aprendizaje emocional anterior. Asumimos que hay un problema, pero aprendemos a dimensionarlo. Nos damos cuenta de que limitación no es lo mismo que imposibilidad, y que aceptar la situación no significa resignarse (muy al contrario: sólo desde la aceptación de nuestro hijo en la amplitud de sus circunstancias podemos empezar a trabajar con él para ayudarle a desarrollar todo su potencial). También aprenderemos a asumir la incertidumbre, algo que parece estar tan “de moda” con la actual crisis sanitaria y en lo que las familias de niños con trastornos del neurodesarrollo estamos muy curtidas.Así, paso a paso iremos recuperando la normalidad perdida. Recuperaremos nuestros espacios (como pareja, como padres de nuestros otros hijos y como individuos). Aceptaremos también nuestras limitaciones, comprenderemos que no todo depende de nosotros -por más que nos esforcemos- y aprenderemos a perdonarnos. Veremos a nuestro hijo más allá del diagnóstico y comprenderemos que además de sus necesidades especiales también tiene las de cualquier otro niño, y empezaremos a disfrutarle tal y como es.

«Veremos a nuestro hijo más allá del diagnóstico y comprenderemos que además de sus necesidades especiales también tiene las de cualquier otro niño, y empezaremos a disfrutarle tal y como es.»

 

Y en este punto nos habremos convertido en personas más resilientes, es decir, que ante una adversidad no sólo nos habremos adaptado sino que habremos crecido: ese crecimiento nos ha hecho aprender, desarrollar estrategias de afrontamiento que nos ayudarán a superar otras situaciones de nuestra vida. Incluidos los nuevos desafíos que el desarrollo de nuestro hijo nos planteará: como cualquier aprendizaje, no acabará nunca, pero gracias a nuestro esfuerzo continuo cada vez tendremos más habilidades para aprobar los exámenes de la vida con nota.

 

Doctora Elena Benítez Cerezo
Médico Psiquiatra – Hospital Universitario Virgen de la Salud (Elda)

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