La arteterapia no es una actividad extraescolar, ni un pasatiempo: en ocasiones, para niños con trastornos neurológicos, el arte es tan importante como las matemáticas o el recreo. Es, para muchos, la única forma de estar presentes en el mundo. Así, la plastilina y los colores, más que materiales de trabajo, son puentes. Puentes para aquellos niños que no encuentran en las palabras el modo de contar lo que sienten.

Durante todo el curso 2024-2025, cinco aulas de El Colegio de Celia y Pepe, un colegio de educación especial para niños con trastornos neurológicos que afectan al lenguaje y al aprendizaje, abrieron sus puertas —y sus emociones— a la arteterapia, de la mano de la especialista Marta Díez Blanco. Ella llegó con ceras, pinceles, papeles de todos los tamaños y una misión clara: “Lo que la arteterapia ofrece es un lenguaje alternativo que favorece la expresión de emociones, pensamientos e intenciones. Las prácticas artísticas ayudan a reducir barreras relacionales y a establecer vínculos significativos con los demás. Se trata de utilizar estos lenguajes para reforzar la autoestima y el autoconcepto, aspectos fundamentales en el desarrollo emocional de los niños con necesidades educativas especiales”, afirma Marta Díez.

Cuando perder también enseña

El proyecto desarrollado en el colegio, que se ha podido llevar a cabo gracias al apoyo de la Fundación Arpe, no solo se enfocó en las dificultades lingüísticas o en los diagnósticos médicos. Desde el inicio, Marta y el equipo educativo detectaron que el verdadero desafío era otro: el duelo. En ese microcosmos que es la escuela, las despedidas también duelen. A lo largo del año hubo marchas de compañeros, nuevas incorporaciones e incluso algún cambio de profesor. Lo que para un adulto puede parecer un simple trámite escolar, para un niño con dificultades en la comunicación es una grieta emocional.

Así, el duelo se convirtió en uno de los ejes centrales del proyecto. Se trataba de acompañar a los niños en esas pequeñas —o no tan pequeñas— pérdidas, de ofrecerles un lugar donde llorar con plastilina o despedirse a través de un dibujo.

Marta Díez lo explica de manera sencilla: “La arteterapia puede ser una herramienta muy útil en el proceso de duelo porque permite expresar y procesar emociones difíciles de una manera no verbal y segura. A través del arte pueden canalizar emociones como tristeza, rabia, culpa o confusión sin necesidad de hablar directamente sobre ellas”. El entorno de la arteterapia está diseñado para ser libre de juicios, lo que permite explorar sentimientos intensos sin temor a ser malinterpretado o rechazado.

Cada clase, un mundo

La clase Luna, por ejemplo, está formada por alumnos de entre 4 y 8 años, casi todos con trastornos del lenguaje y algunos con diagnósticos complejos como el síndrome de Down, epilepsias o autismo. Allí, la plastilina fue reina y salvadora. Con ella, los niños encontraron un espacio donde expresarse sin miedo, donde sus manos hablaban cuando las palabras no llegaban. La atención, al principio fugaz, fue alargándose como una pintura que se estira y se transforma. Los colores y las formas les devolvieron algo tan sencillo —y tan esquivo— como el placer de concentrarse.

En la clase Oeste, con alumnos más mayores y con una notable disposición al juego simbólico, el arte se convirtió en un terreno fértil para la colaboración. Crearon murales con huellas conectadas, caminos que unían individualidades en una misma obra. Allí se vivió algo que en muchas aulas es casi una rareza: la alegría espontánea de crear juntos.

La clase Este, con adolescentes y preadolescentes, atravesó un viaje más tortuoso. Al principio, la participación era desigual, las resistencias muchas. Pero poco a poco, el cómic, el dibujo libre y los puzles sin lógica externa sirvieron para que aparecieran otras lógicas: la del grupo, la de la confianza. Incluso el humor, que emergió como un huésped inesperado. Al final, los que un día no querían equivocarse se permitieron dibujar sin instrucciones.

Y en la clase Norte, donde el adiós abrupto de una tutora generó un terremoto emocional, el proceso fue más delicado. A un alumno, ese abandono le abrió la puerta a una pérdida anterior, nunca expresada. A una alumna, el cuerpo comenzó a hablar con dolores y malestares que no venían de fuera. Pero allí estuvo la arteterapia: no para solucionar mágicamente, sino para ofrecer un espacio donde respirar, dibujar, moldear el dolor con las manos.

La clase Sur, por su parte, fue un canto a la adaptación. Entre incorporaciones y despedidas, los niños aprendieron a compartir más que colores. Una pizza simbólica, hecha con los gustos de cada uno, les mostró cómo la diversidad de ingredientes podía crear algo sabroso, algo colectivo. Entre artefactos de juego y animales inventados para un zoo de cartón, aprendieron que ser diferentes no es un obstáculo: es una ventaja creativa.

El arte como refugio

Las sesiones se organizaron con una estructura sencilla pero potente: bienvenida, creación y cierre. Ritual, expresión y reflexión. Marta, que no solo llevaba pinceles sino también escucha, se convirtió en una figura de confianza. Su trabajo no fue solo con los alumnos, sino también con los docentes, creando puentes entre el mundo terapéutico y el escolar.

Susana Lominchar, directora del colegio, lo tiene claro: “Hemos observado que la implementación de la arteterapia ha sido una experiencia muy enriquecedora, no solo para nuestros alumnos sino también para el equipo educativo”.

Cada clase fue documentando los procesos, no solo con notas sino con silencios, gestos, avances apenas perceptibles. Se trabajó con respeto absoluto por los ritmos, sin forzar, sin exigir. Y quizás por eso, funcionó.

El curso terminó con una exposición. No fue una de esas muestras escolares que los adultos miran con condescendencia mientras buscan su taza de café. Cada alumno eligió una obra para mostrarla en un gran panel colocado en el patio. Allí estaban todos: los más pequeños, los más reticentes, los que dibujaban lo mismo cada semana y un día se atrevieron a cambiar. Todos, sin excepción, mostraron su voz sin voz.

Más que un proyecto

A Marta Díez le cuesta elegir un momento concreto del curso. “He visto avances extraordinarios en algunos niños, especialmente en lo que respecta a la espontaneidad y la experimentación. Alumnos que al inicio se limitaban a realizar dibujos estereotipados y repetitivos han terminado el curso explorando formas y colores, expresando sus intereses, ¡incluso bailando frente a sus compañeros y compañeras!”.

El arte, cuando se usa con sentido y sensibilidad, puede ser una herramienta terapéutica tan potente como cualquier medicamento. Susana Lominchar es de la misma opinión que Marta: “Desde que comenzamos con el proyecto, hemos observado una mejora en aspectos emocionales. El arte les ha proporcionado un canal alternativo, más accesible y seguro. Hemos observado aumento de momentos de ansiedad; incremento en la expresión emocional, principalmente en sus obras; mejora en la autoestima y la autonomía; y aumento en la motivación para participar en las actividades del centro”, afirma.

Aunque los resultados no siempre se traducen en cifras, la evaluación es principalmente cualitativa. A lo largo del curso, en los informes trimestrales, las familias han recibido un feedback tanto del trabajo en el aula como de la observación profesional de la arte terapeuta en el momento de realizar cada actividad. Como conclusión: la arteterapia no solo ha sido un beneficio emocional, sino que ha creado un aula más expresiva.

En un tiempo donde se insiste en medir el éxito escolar en pruebas estandarizadas, el proyecto de arteterapia ha medido el éxito en sonrisas recuperadas, en silencios que se rompen con un trazo, en miradas que por fin encuentran con quién conectarse.