En una piscina silenciosa y cubierta, donde los dibujos de peces de colores decoran las paredes como si fueran guardianes amistosos, un grupo de niños se zambulle sin prisas. Nada en esta escena parece fuera de lo común, salvo un detalle crucial: todos los participantes tienen autismo y cada movimiento está pensado para respetar su forma única de estar en el mundo.

Aquí no hay silbatos que rompan la calma ni aglomeraciones que abruman. Las clases son individuales, los instructores hablan con gestos suaves y algunos incluso usan tarjetas visuales para comunicarse. Porque en este espacio, más que aprender a nadar, se está aprendiendo a sobrevivir.

El motivo no admite demora: el riesgo de ahogamiento en niños autistas es alarmantemente alto. Solo en Florida, más de un centenar han perdido la vida en incidentes acuáticos desde 2021, según datos del Consejo de Servicios Infantiles del condado de Palm Beach. En un estado salpicado de lagos, canales y piscinas, el agua representa una amenaza silenciosa.

Lovely Chrisostome lo sabe bien. Su hijo de seis años, diagnosticado dentro del espectro, se escapó de casa una mañana de invierno y vagó entre estanques del vecindario. Las clases públicas de natación no funcionaron: demasiadas voces, demasiada presión. Pero en la escuela especializada Small Fish Big Fish, con una instructora que supo esperar y escuchar, el niño aprendió a flotar. Con calma. Sin miedo.

Casos como este no son excepcionales. El autismo afecta a uno de cada 31 niños en Estados Unidos, y su tendencia a alejarse de entornos seguros —una conducta conocida como wandering— los expone a peligros constantes. Muchos no comprenden el concepto de riesgo ni reaccionan a advertencias sonoras o verbales. La tragedia de Avonte Oquendo, un adolescente hallado sin vida en el East River de Nueva York tras escapar de su escuela, puso el tema en el foco público hace una década.

Las historias que han empujado a actuar son duras de escuchar: una piscina accesible por una puerta para perros, un canal tras una valla rota, una niña que logró salir por una ventana sin que nadie la oyera. Hoy, se trabaja en una base de datos nacional de incidentes acuáticos en niños autistas para entender y prevenir. Pero muchos expertos coinciden en algo: enseñar a nadar debería ser parte del tratamiento.

“Las clases de natación tendrían que estar entre las primeras intervenciones cuando se diagnostica autismo”, afirma el doctor Guohua Li, epidemiólogo de la Universidad de Columbia y padre de un niño en el espectro. Apunta que incluso quienes tienen mayores dificultades pueden aprender habilidades de supervivencia acuática en menos de ocho horas, según corroboran terapeutas como Michele Alaniz.

El problema, sin embargo, es el acceso. Muchas familias temen que una piscina convencional sobreestimule a sus hijos, o cargan con experiencias previas donde fueron excluidos de clases por “no adaptarse”. A eso se suma el coste elevado de sesiones especializadas, que en muchos casos no están cubiertas por seguros.

Por eso, programas adaptados, con personal capacitado y precios accesibles, marcan la diferencia. Lindsey Corey lo comprobó con su hijo, que no logró avanzar en cursos estándar, pero que hoy bucea con entusiasmo gracias a la atención personalizada de instructores formados por la Autism Society.

Desde 2016, más de 1.400 profesionales en todo el mundo han completado el curso online de Autism Swim, una organización australiana que ofrece herramientas específicas para este tipo de enseñanza. En Palm Beach, el gobierno local ha invertido más de 30.000 dólares en formación y subvenciones, con el objetivo de abrir más puertas y cerrar el paso a nuevas tragedias.

Los resultados son palpables. Niños que no se atrevían a acercarse al agua ahora chapotean felices, flotan con tablas de colores, meten la cara sin temor. Aprenden a respirar, a salir del agua si se caen, a buscar ayuda. Y sobre todo, ganan confianza.

“Mi hija no tiene miedo. Tiene cero miedo. Y eso, irónicamente, es lo que más miedo me da”, confiesa una madre. “Por eso esto es vital. No es solo una clase de natación. Le está salvando la vida”.

La instructora Melissa Taylor lo sabe: cada niño requiere un lenguaje distinto, un ritmo único. Algunos se quedan cinco minutos, otros media hora. Lo importante es que cada sesión sea un paso hacia adelante. Y cuando un pequeño sale del agua sonriendo, como el hijo de Lovely, no hace falta más explicación. “Lo que más me impresiona es su felicidad”, dice ella. “Eso, y la tranquilidad que me da”.