Durante décadas, la ciencia creyó que el autismo tenía un único reloj: el de la infancia temprana. Que el diagnóstico, si no llegaba a los tres o cuatro años, se escapaba del tren de lo “puramente genético” y se perdía entre los laberintos del entorno o el azar. Pero un estudio reciente publicado en Nature por un equipo internacional liderado por Xinhe Zhang y Varun Warrier (Universidad de Cambridge) acaba de romper ese paradigma: no hay un solo tipo de autismo, sino al menos dos trayectorias distintas, con raíces genéticas que divergen según la edad del diagnóstico.
“Las diferencias entre un diagnóstico en la infancia y otro en la adolescencia no son solo cuestión de oportunidad médica; parecen estar inscritas en el ADN”, escriben los autores.
La investigación, que analizó datos genéticos y de desarrollo de más de 47.000 personas autistas en varios países, encontró que alrededor del 11% de la variación en la edad del diagnóstico puede explicarse por factores genéticos. Un porcentaje comparable al peso de los factores sociales o clínicos, que tradicionalmente explicaban menos del 15%.
El equipo identificó dos patrones de desarrollo socioemocional. El primero —al que llaman trayectoria emergente en la infancia temprana— muestra dificultades sociales y conductuales desde los primeros años, estables o levemente atenuadas con el tiempo. El segundo —la trayectoria emergente en la infancia tardía— retrasa esas señales: menos dificultades al principio, pero un aumento notable en la adolescencia.
En palabras sencillas: no todos los caminos hacia el autismo comienzan igual, ni a la misma velocidad.
El hallazgo se replicó en varias cohortes de nacimiento en Reino Unido y Australia, con consistencia llamativa. “La edad al diagnóstico no es solo una cuestión de visibilidad o de recursos; hay bases biológicas que la moldean”, explican Zhang y sus colegas.
A nivel genético, los investigadores detectaron dos “factores poligénicos” o conjuntos de variantes comunes en el genoma que influyen de manera diferente.
- El primero, ligado a diagnósticos tempranos, se asocia con menores habilidades de comunicación social en la infancia, pero con escasa relación genética con otros trastornos.
- El segundo, más frecuente entre diagnósticos en la adolescencia o adultez, está fuertemente correlacionado con ADHD, depresión, ansiedad y PTSD, incluso con experiencias de autolesión y trauma infantil.
En otras palabras, el “autismo tardío” comparte parte de su mapa genético con otros retos de salud mental, mientras que el temprano parece más “puro” en términos neurobiológicos.
“Esto no significa que el autismo deba dividirse en dos enfermedades distintas”, aclaran los autores. Pero sí sugiere que las diferencias dentro del espectro podrían tener raíces genéticas y de desarrollo más profundas de lo que creíamos.
El modelo propuesto, que llaman modelo del desarrollo, desafía al viejo modelo unitario, aquel que asumía que todos los casos de autismo eran versiones más o menos intensas del mismo fenómeno.
Las implicaciones son grandes: desde el diseño de intervenciones adaptadas hasta la comprensión de por qué muchas mujeres —y personas no diagnosticadas en la infancia— reciben la etiqueta de autismo solo en la adultez. Como apunta el estudio, las mujeres suelen caer en el grupo de diagnóstico tardío, el mismo en que se detectan mayores correlaciones genéticas con ansiedad o depresión. “Distinguir entre las causas del retraso en el diagnóstico y las diferencias reales en la biología del desarrollo es clave para una atención más justa y personalizada”, enfatizan los autores.
En resumen: el ADN no solo dice si alguien es autista, sino también cuándo ese diagnóstico se vuelve evidente. O como podría traducirse en clave humana: no hay un único reloj del autismo, sino muchos ritmos posibles en el desarrollo neurológico.
“Nuestros hallazgos apoyan la idea de que el término ‘autismo’ engloba múltiples fenómenos con trayectorias y correlaciones distintas con la salud mental”, concluyen Zhang y Warrier en Nature.
“Polygenic and developmental profiles of autism differ by age at diagnosis” (Zhang et al., 2025, DOI: 10.1038/s41586-025-09542-6),












