Stephen Wolf y Patricia McGoldrick llevan décadas tratando a niños con epilepsia. Lo hacen desde la trinchera clínica del sistema sanitario estadounidense, en centros de referencia como el Maria Fareri Children’s Hospital y el New York Medical College. Pero su mensaje no es solo técnico. Es profundamente humano: “No basta con mirar las crisis. Hay que mirar al niño entero”. Se trata de hacer una radiografía honesta del día a día con estos pacientes. De cómo una crisis epiléptica puede ser solo la punta del iceberg. De cómo los verdaderos desafíos están debajo del agua: las comorbilidades.
A nivel global, la epilepsia afecta a unos 65 millones de personas, y en hasta un 40% de los casos, las crisis no se logran controlar del todo. Pero Wolf y McGoldrick insisten: “Muchas veces, lo peor no son las convulsiones. Son los problemas cognitivos, los trastornos psiquiátricos, los déficits de atención, la ansiedad, la depresión…”.
Los datos respaldan su diagnóstico: los niños con epilepsia tienen hasta tres veces más probabilidades de padecer depresión, trastornos de ansiedad o TDAH que la población general. Y con frecuencia, estos síntomas pasan desapercibidos o se achacan a la propia epilepsia o a la medicación.
Uno de los mayores obstáculos es el retraso en el diagnóstico. Muchas veces se necesita una segunda o tercera crisis antes de sospechar epilepsia. Y cuando se llega a una consulta especializada, ya se han perdido semanas o meses clave. “En muchos casos, son los maestros quienes detectan antes los síntomas que los propios padres”, explican los ponentes.
Además, la diversidad de causas complica el panorama: anomalías estructurales, traumatismos, infecciones, alteraciones genéticas, trastornos metabólicos e incluso enfermedades autoinmunes pueden estar detrás de una epilepsia.
En los últimos años, el campo genético ha revolucionado la comprensión de la epilepsia. “Hace diez años podíamos buscar una o dos mutaciones. Hoy analizamos más de 20.000 genes”, explica Wolf. Entre ellos, más de un centenar están relacionados con trastornos del espectro autista y epilepsia. Esto ha permitido identificar síndromes como el de Dravet o el de Lennox-Gastaut con mayor precisión, así como prever el riesgo de comorbilidades antes de que aparezcan. Y, en el mejor de los casos, anticiparse.
Wolf y McGoldrick son claros: los niños con epilepsia no son solo pacientes neurológicos. Su desarrollo emocional, académico, social y familiar se ve comprometido si no se actúa de forma integral. Para ello, piden equipos multidisciplinares: médicos, enfermeros, psicólogos, terapeutas ocupacionales, profesores y familias. “El niño no es solo un electroencefalograma”, resumió McGoldrick. “Hay que preguntar cómo duerme, si ha cambiado su humor, si tiene dificultades en el colegio, si ha perdido habilidades sociales o motoras”.
Y, en muchos casos, eso exige ser detectives clínicos: determinar si los problemas cognitivos vienen de la medicación, de crisis no detectadas, o del propio trastorno de base.
La epilepsia oculta depresión
McGoldrick relata cómo preguntó a un niño si quería hacerse daño. Su respuesta: “Sí. Quiero saltar del coche cuando crucemos el puente”. A su lado, la madre asentía.
“La depresión no siempre se manifiesta como tristeza”, explicó. “En niños puede aparecer como irritabilidad, regresiones, insomnio, dolores físicos sin causa médica o cambios bruscos de comportamiento”.
En población con epilepsia, hasta el 20% ha pensado en hacerse daño, y entre un 4 y un 11% ha formulado un plan concreto. ¿Tratamientos? Sí, pero con cabeza
Los medicamentos antiepilépticos también influyen. Algunos, como el levetiracetam o el topiramato (apodado en EE. UU. como “dopamax” por su efecto sedante), pueden agravar los problemas cognitivos o de ánimo. Otros, como la lamotrigina o el ácido valproico, pueden ser útiles también en casos de trastorno bipolar o ansiedad.
Además, cada vez se estudian más terapias con cannabinoides, como el cannabidiol farmacológico, que ya ha mostrado beneficios tanto en epilepsia como en trastornos del comportamiento.
Los especialistas insisten: la terapia psicológica es la primera línea, aunque lamentan la escasez de profesionales cualificados. “Los epileptólogos no deberían desentenderse de los problemas psiquiátricos”, reclaman. “No podemos seguir trabajando como compartimentos estancos”.
En EE. UU., muchos especialistas ya empiezan a incorporar herramientas de cribado emocional en sus consultas. Porque a veces el EEG está limpio… pero el niño está roto por dentro. “Hay que preguntar al niño. Y no siempre delante de los padres”, concluyó McGoldrick. “Porque si no lo haces, puede que no lo diga nadie”.
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