La epilepsia no siempre es una convulsión. A veces es una pregunta sin respuesta, un diagnóstico que no llega, o una medicación que, en lugar de curar, empeora. Así lo explica el doctor Antonio Gil-Nagel, referente en neurología pediátrica y director de la Unidad de Epilepsia del Hospital Ruber. Y tiene claro cuál es el punto de inflexión: el diagnóstico genético precoz.
Descrito por la neuróloga Charlotte Dravet, fallecida recientemente, el síndrome de Dravet es una de las encefalopatías epilépticas más graves de la infancia. Afecta a 1 de cada 18.000 personas y suele debutar en bebés sanos entre los 5 y 12 meses con convulsiones, normalmente desencadenadas por fiebre. Pero la fiebre no siempre aparece, y muchas veces esas crisis iniciales son más breves de lo que el protocolo considera “graves”.
El problema es que mientras se espera a una segunda o tercera crisis “más típica”, como se ha venido haciendo hasta ahora, el tiempo se escapa. Y con él, las oportunidades de iniciar el tratamiento correcto.
El síndrome de Dravet está causado, en el 80% de los casos, por mutaciones en el gen SCN1A, que regula los canales de sodio en las neuronas. Gil-Nagel lo explica con precisión de relojero: si ese canal no funciona, las neuronas pierden su capacidad de inhibir impulsos, lo que provoca epilepsia. Pero también temblores, problemas de sueño, dificultades cognitivas y trastornos conductuales.
¿La clave? Identificar esa mutación cuanto antes. No solo para poner nombre a lo que ocurre, sino porque algunos fármacos habituales para tratar epilepsias resultan perjudiciales en pacientes con Dravet. Medicaciones incorrectas pueden empeorar el pronóstico y reducir el desarrollo cognitivo de estos niños.
“No basta con esperar a la segunda crisis”, alerta el neurólogo. El estudio genético debe iniciarse incluso tras la primera convulsión sospechosa. “Lo colocaría al mismo nivel que una resonancia magnética en urgencias”. Eso sí, hacerlo con sentido clínico. No se trata de pedir el genoma completo por sistema, pero sí de incluir un panel de genes relacionados con epilepsias tempranas, como el propio SCN1A, SCN8A o PCDH19, entre otros. Porque algunos síndromes similares al Dravet requieren fármacos completamente distintos.
Medicina de precisión
Hoy en día, el tratamiento más extendido en Europa sigue siendo el ácido valproico, muchas veces acompañado de Clobazam o Estiripentol. A estos se han sumado terapias más modernas como la Fenfluramina o el Cannabidiol farmacológico (Epidiolex).
Pero el futuro apunta más lejos: medicina de precisión. Uno de los ensayos más prometedores en marcha es el del oligonucleótido antisentido Zorebunersen, que se administra por vía intratecal y que podría, además de controlar las crisis, mejorar el neurodesarrollo.
Y esto es lo verdaderamente revolucionario: no solo silenciar los síntomas, sino reescribir la partitura del desarrollo cerebral.
Gil-Nagel recuerda algo que dijo Gregorio Marañón: “la mayor aportación a la medicina ha sido la silla”. Escuchar, dedicar tiempo, observar. “Diagnosticar empieza por ahí”, subraya.
Y si bien la genética tiene ahora la voz cantante, nada sustituye al oído clínico. “Hay crisis que parecen iguales, pero no lo son. En el detalle está el diablo. O el diagnóstico”.
En un sistema sanitario donde el acceso a la genética aún es desigual, el mensaje del doctor es claro: apostar por el diagnóstico temprano ya no es una opción, es una obligación médica y ética. “Si esperamos, ya no solo llegamos tarde a las terapias, sino que tal vez estemos haciendo daño sin saberlo”, advierte.
Quizás sea hora de cambiar la pregunta de “¿por qué hacer un test genético?” a “¿por qué no hacerlo?” Porque, como él mismo concluye, “la genética no es futuro. Es presente”.












