[vc_row][vc_column width=»2/3″][vc_column_text]Mónica Dorado Sampedro

Licenciada en Psicología y experta en «Trastornos del habla en edad escolar».

 

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Cuando lo raro se transforma en normal

 

En muchas ocasiones, cuando estoy fuera de la consulta, amigos y conocidos, muchos de ellos padres y madres, me comentan aspectos de sus hijos e hijas, como los educan y como intentan sobrellevar las dificultades que les van surgiendo. Yo acojo con alegría dichas conversaciones ya que me permite serles útiles en algunos momentos, al menos hacerlos reflexionar.

En medio de la conversación entre conductas, lecciones y colegio siempre terminan mirándome fijamente a los ojos, buscando en ellos una respuesta inmediata que les complazca y a la vez les tranquilice, juntan los labios, bajan el volumen y me susurran: – ¿Es normal, no?

Suelo sonreír y mirarlos, intentando abrazarlos con la comprensión que haya en mí y apretarles bien la mano para trasmitirle toda la paciencia y la tranquilidad que pueda tener.

Normalidad… Bendita palabra. Arbitraria, confusa, subjetiva y tremendamente deseada.

Para mí, la normalidad era llorar para conseguir las cosas, que tu padre o tu madre te gritara, que de vez en cuando te dieran jarabe de palo, que en clase existieran todo tipo de alumnos con diferentes notas, que por la tarde jugáramos a la luz del sol y si llovía nos quedáramos jugando en casa con varios amigos, la normalidad era llamar por teléfono, de esos que tenían teclas, escribir cartas para hablar con tus familiares de lejos, escuchar la música de tus padres, ir dos veces al año a comprar ropa (para las dos temporadas), a tener el cuerpo lleno de postillas, sobre todo las rodillas, a tener churretes en la cara, a que si no comías al mediodía no pasaba nada, porque te comías ese plato en la noche, que cuando tenías un “sarpullido” tu madre te untaba la misma crema que utilizaba para casi todo. La normalidad era ir al cine una o dos veces al año como algo excepcional, llegar llorando a casa porque se habían metido contigo y que tu padre fuera a hablar con el niño y tu sentirte la niña más invencible del mundo con tu padre al lado, gigante, sereno y controlando la situación. Lo normal es que si suspendías te castigaban pero no era un problema solo era un castigo, si veías más de dos horas la tele tu madre venía a tirarte de las orejas y a mandarte a dormir a las nueve y media o diez de la noche, quejándote y llorando porque querías ver lo que veían tus hermanos. Lo normal era decir mentiras alguna vez, desobedecer, gritar e irte refunfuñando. Y no lo volvías hacer otra vez porque tus padres no dudarían en volverte a castigar. Lo normal era que te dejaras espuma en el pelo porque tu madre ya había decidido que tenías edad de lavarte el pelo y tú no le dedicabas tanto tiempo, olvidarte de lavarte las manos antes de comer, desear algo y no tenerlo, ser el último alguna vez, pelearte con algún niño, caerte y hacerte mucho daño, no ser el más querido, ni el más guapo ni la más inteligente…

Esta normalidad mía seguro que es compartida por muchos de los que ahora mismo me leen, pero lo que no me di cuenta entonces es que era mi normalidad, asentada en mis valores, en mis creencias y en lo que me habían transmitido y enseñado. Por tanto, una normalidad subjetiva y claramente emocional porque se supone que era lo que me había hecho ser quien era.

Está claro que con la carrera y posterior ejercicio descubres que las realidades familiares son diferentes, así haya tantas familias en el mundo y que para trabajar con un niño debes de evaluar y tener en cuenta todas las áreas y variables que puedan estar interviniendo en él.

Por tanto lo normal que buscaban mis amigos cuando me preguntaban: ¡Es lo normal! ¿no? era la formalidad de los baremos establecida por profesionales para quedarse tranquilos al meter a sus hijos entre dos cifras.

Pero la vida es curiosa e inesperada y de pronto, un día, hizo que lo raro se convirtiera en lo normal en mi casa y que lo que creía que no existía apareciera sin saberlo. Veinte días después del nacimiento de mi hija Alba me comunicaron desde el Hospital Virgen del Rocío que mi hija tenía una enfermedad metabólica rara: Fenilcetonuria o PKU, una alteración congénita del metabolismo causada por la carencia de la enzima fenilalanina hidroxilasa, lo que se traduce en la incapacidad de metabolizar el aminoácido tirosina a partir de fenilalanina en el hígado.
Y en ese mismo momento sabía que lo que había sido normal en mi casa hace unos años iba a ser muy diferente a partir de ahora. Sobre todo en alimentación; tenía que aprender a contar y calcular proteínas, sacarle controles de sangre a mi niña, enseñarle a comer de otra manera y confiar en que todo fuera bien, tener fe. Y aquello que era raro se convirtió en lo normal y todo lo aprendido y transmitido a mis pacientes, a mi familia y amigos empezó a cobrar sentido.

Descubrí que debemos de reivindicar un mundo en el que la gente no te etiquete. Tenemos tantas diferencias, virtudes, dones, características y defectos que entrar continuamente en un saco en el que vernos reflejados y quedarnos tranquilos nos perjudica y nos encorseta en un mundo competitivo y que nos impide aceptarnos tal y como somos.

Todo lo que esté fuera de lo normal es rechazado o admirado. Y eso no es justo.

Por tanto, creo que es en la educación desde casa y escuela donde debemos recalcar que las diferencias, las individualidades y las características de cada uno son tomadas en cuenta, sin necesidad de que se califiquen como normales sino simplemente como parte de cada uno. Potenciarlas y aceptarlas es tarea de todos.

Lo raro hoy puede ser lo normal mañana y viceversa.

Por eso, cuando Patricia me invitó a formar parte de este grupo de profesionales que hablaran sobre lo que saben, no dudé. Aquí estoy para intentar ayudar, aportar y aprender.

 

 

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Mónica Dorado Sampedro

Licenciada en Psicología y experta en «Trastornos del habla en edad escolar».

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